El próximo día 10 de enero se va a cumplir el primer 110º aniversario del nacimiento del prolífico escritor fiterano Manuel García Sesma (1902-1991) y me gustaría que estas líneas sirvieran de humilde homenaje y agradecimiento a la persona que revitalizó los estudios sobre la Historia de Fitero y a la que tuve la fortuna de conocer. A pesar del tiempo transcurrido desde que ya no está entre nosotros, sus libros todavía siguen conteniendo gran cantidad de información y de noticias que, de otro modo, permanecerían inéditas. Para aquellos que no hayan tenido la oportunidad de tener en sus manos alguna de sus obras, les invito a consultar alguno de los artículos que hay en www.noticiasdefitero.com ya que, en muchos de ellos y como no podía ser de otro modo, se hace referencia a sus trabajos.
Creo que también puede servir como ejemplo del estilo de su obra y de su forma de entender la vida, los fragmentos del relato de sus recuerdos infantiles sobre cómo era la Navidad en Fitero hace un siglo y que reproduzco a continuación: Aunque la mayoría del pueblo era entonces muy pobre, las Navidades de antaño eran, de ordinario, ruidosas y alegres. Al atardecer de la Nochebuena, muchos jóvenes y también algunos mayores recorrían las calles, tocando panderos, hierrillos, chinflainas, castañuelas, panderetas, guitarras, bandurrias y, sobre todo, zambombas de todos los tamaños, que eran los instrumentos más baratos y fáciles de confeccionar. Sabido es que se hacen fácilmente con un bote, con un puchero, con una olla, etc.; un pedazo de piel de cordero o de conejo, una cuerda y un carrizo. Al subir y bajar este último, con una hoja de berza apretada en la palma de la mano, la zambomba produce esas sordas vibraciones, parecidas a los rebuznos de un asno. Contrastaba con este ruido bronco, el sonido armonioso de los árboles de campanillas, que sacaban algunos vecinos, sacudiéndolos con verdadera maestría. Entre los campanilleros de principios de este siglo [XX], se distinguían el Tío Farruco (Marcelino Fernández) e Higinio Fernández, cuyo apodo silenciamos, porque no era precisamente aromático.
Ni qué decir tiene que los bullangueros iban cantando villancicos de todas clases: unos, devotos; y otros, indevotos. Vayan dos ejemplos:
En el portal de Belén hay una piedra redonda donde puso Dios el pie, para subir a la Gloria | Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad saca la bota, María que me voy a emborrachar |
Otra variante del segundo decía; “Saca la capa, María – que me voy a cortejar”.
Hacia las nueve de la noche, las calles se vaciaban por completo, para celebrar en las casas la tradicional cena familiar. En los hogares, se hacían grandes fogatas bajo la chimenea, “para calentar al Niño”, según se decía; y se tocaban zambombas, chinflainas, castañuelas, panderetas, etc. “para arrullarlo”.
La cena de los vecinos acomodados (labradores, comerciantes y propietarios) solía tener como entrada una buena ensalada de cardo, aderezada con ajos machacados, aceite y vinagre. A continuación, venía un plato de cardo cocido, adobado con tocino frito; en seguida, el plato fuerte: besugo con salsa, o pollo o conejo; después, postres variados: una compota de ciruelas pasas, higos secos, manzanas y orejones cocidos, o uva, peras de invierno y, finalmente, turrón. Todo ello acompañado de una bebida típica, llamada chapurriau, que era una mezcla de arrope con aguardiente. El arrope es mosto cocido, sin fermentar, hasta que toma la consistencia de jarabe. Cuando nevaba, no pocos vecinos lo tomaban con nieve.
La cena de los pobres era más frugal: patatas o habas secas cocidas, pimientos secos de tipo sonajero (los llamaban así, por el ruido que hacían dentro sus pepitas), farinetas, castañas cocidas o asadas, hormigos con leche y, a lo sumo, una barrilla de turrón de cinco céntimos para toda la familia (es decir, un casquillo de turrón de cacahuetes). Para beber, agua del Terrero y vino tinto de la taberna.
Las familias devotas solían rezar el rosario después de la cena, en espera de la Misa de Medianoche, anunciada con gran volteo de campanas. A la Misa del Gallo acudían prácticamente todos los vecinos. O casi todos, pues, una vez preguntaron a un vecino bastante chusco: “¡Qué!, ¿no vienes a la Misa del Gallo?” Y contestó: “No, porque soy belmontista”. Era la época de los taurófilos fanáticos, divididos en dos bandos rivales: gallistas y belmontistas: o sea, partidarios de los famosos matadores, Rafael y Joselito Gómez (los Gallos) y de Juan Belmonte.
En la iglesia, se ponía un belén monumental, a la derecha del presbiterio (izquierda del público) y en la Misa del Gallo, se colocaban delante de él los pastores del pueblo. En nuestro Poemario Fiterano, nos ocupamos ya del curioso rito de la ofrenda de las migas al Niño Jesús y del baile del Tío Maturrillo, para divertirlo. Las migas las freían en el antiguo cementerio, adyacente al templo, y se las comían delante del Nacimiento. Excusado es decir que, en esta Misa, acompañaban al órgano todos los instrumentos navideños citados, de manera que resultaba la función religiosa más estruendosa del año.
En los siguientes días laborables de Navidad, las mujeres y los muchachos, sobre todo, solían visitar el enorme Nacimiento de las Monjas; o sea, de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, instalado en una de sus clases. Su bandeja –que nunca faltaba- se llenaba de perrillas y de ochenas; pero nunca caía en ella un billete de Banco, sino, a lo sumo, alguna rara peseta.
El día 28 de diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, era naturalmente el día de las inocentadas. Había entonces en el pueblo mucha afición a ellas, y la mayoría eran inofensivas y vulgares, como la siguiente: “Átese el seladiz de las alpargatas” – “Recoja el pañuelo que se le ha caído” – “Límpiate la frente, que llevas una mancha de hollín” – “Vete a casa del Tío Alejo, que hoy regala anisetes a los niños”, etc. ... Los días 29 y 30 eran de inocentadas infantiles, pues se hacía creer a los niños que, el 29, venía a Fitero el Hombre de las Orejas, que tenía tantas como días tiene el año; y el día 30 el Hombre de las Narices, de análogas características. Según la versión de los mayores, uno y otro se alojaban un día en la Posada del Tío Maturrillo (Manuel Martínez), en el nº. 2 de la calle Mayor; y no pocos niños acudían a la Posada, ofreciendo una perrilla o una ochena al Tío Maturrillo, para que se los dejase ver. Pero el posadero o no asomaba esos días por allí las orejas ni las narices, o, si las asomaba, decía bonachonamente a los niños que se presentaban “Oye, salao: guárdate la perrilla, porque no ha llegado todavía el Tío Orejudo”; o bien: “Mira, linda, guárdate la ochena, porque se ha marchado, hace poco, el Tío Narizotas”.
La Nochevieja era todavía más ruidosa que la Nochebuena, con más música y algazaras callejeras, vino, aguardiente y canciones; pero éstas de otro estilo…
Por supuesto, también se celebraba la Fiesta de los Reyes Magos; pero con bastante más modestia que hoy. Los niños querían a todo trance verlos y recibirlos, pero se les regañaba, diciéndoles que venían, muy avanzada la noche, por la carretera de La Nava, y que, para salir a esperarlos, había que ir al Puente, envueltos en una sábana mojada. Así pues, se contentaban con poner sus zapatos, alpargatas o un canastillo en el balcón o en la ventana de sus casas, para que los Reyes depositaran en ellos sus regalos. Algunos les ponían además una fuente de cebada o de maíz, para que comieran los camellos. Y claro está, los niños saltaban de alegría, al levantarse de la cama, al día siguiente, y descubrir los regalos …
Añadamos, para terminar, que el Belén público, que instala anualmente el Ayuntamiento en la Plazuela de San Antonio, data de la 2.ª mitad de la década de 1950-60.